Últimamente he desconectado para escribir las mismas líneas con tinta invisible sobre el oxígeno algo contaminado que me rodeaba cada día, o quizá no, quizá he conectado más con el resto que conmigo, aunque sigo viendo las letras como el dibujo más realista de nuestra continúa disputa, cabeza-corazón. Así pasó junio, agridulce, desconfiado y absurdo; llegando julio.



Del inglés más británico, la pasión de Italia, y el exotismo afromediterráneo, Malta, el sol jugando a deslizarse entre las aguas cristalinas del mare-nostrum; pero sobre todo, un cuadro de contrastes: el sonido frenético de la noche y la quietud de las olas; edificios altos, grises e indiferentes frente a las columnas, cuevas y arcos de piedra del Blue Grotto; tiendas de alta costura y unos suburbios que se me antojaban una mezcla entre los peores barrios de alguna ciudad italiana y Marruecos; luces de neón y sombras, anochecer y amanecer, más sentimiento que razón.

Y entre todas esas sensaciones nuevas o, en su defecto, olvidadas, se fue uno de los mejores meses de verano de mi vida,

preguntándose si alguno de esos recuerdos era sueño o realidad. Ambos me enseñaron que el error es el padre de la experiencia, y que quizá sólo puedes vivirlo todo, si sabes cómo vivir. 




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